Por María Malacón
MALACONTANDO
Contarlo aunque duela: vivir, resistir y escribir desde México. Por María Malacón
En un país donde la violencia se normaliza y la impunidad es rutina, escribir se vuelve una forma de resistencia.
Así, esta es una reflexión escrita con rabia, con amor, con dolor. Pero, sobre todo, con la convicción de que hacerlo es tan revolucionario como necesario. México duele. No sólo en el cuerpo, sino también en la mente y en el alma.
Este texto recoge el sentir de una generación que vive entre la pérdida y la búsqueda; entre la rabia y la esperanza. Habla de la crisis de desapariciones, del duelo colectivo, de la salud mental fracturada y de la necesidad de migrar. Pero también, de quienes resisten. Porque, aunque todo arda, todavía hay palabras. Y en este país, nombrar, alzar la voz y señalar, es un acto de valentía.
El país que arde
Vivir en México, en estos tiempos, es como caminar sobre cristales rotos: cada paso duele, cada día pesa. Las noticias dejaron de ser una ventana al mundo y se convirtieron en un espejo de horror repetido. La violencia dejó de ser lejana y se volvió vecina. Ahora tiene nombres y apellidos, rostros e historias que se clavan como agujas.
Hay algo profundamente desgastante en vivir entre la injusticia normalizada y la impunidad descarada. Ver cómo la vida humana parece valer menos cada día; cómo el crimen se vuelve gobierno y el gobierno calla ante el crimen; cómo la negligencia se vuelve política de Estado y el cinismo se disfraza de autoridad. Es sentir que el país, el mismo que uno ama, parece haberse perdido entre los discursos vacíos y las promesas rotas.
Nombrar lo innombrable
Quizá, de todas las heridas abiertas, la más lacerante sea la de las desapariciones. Las cifras no paran de crecer y con ellas aumenta también el silencio oficial, el abandono institucional, el dolor colectivo.
Lo que antes parecía impensable, hoy se confirma con excavadoras. En lugares como Teuchitlán, Jalisco, donde fue localizado un campo de reclusión y exterminio con cifras inexactas de restos óseos; pedazos de humanidad que han sido borrados escondidos, negados; y, sobre todo, ignorados. Ese caso, aunque escalofriante, no es excepcional. Porque lo que sucedió ahí, se replica lastimosamente en cualquier coordenada nacional.
En ciudades como Culiacán, cuya situación se ha vuelto insostenible tras casi ocho meses de fuegos cruzados y dónde cada vez se ausentan más, las madres y padres buscadores peinan terrenos baldíos, ríos secos, brechas de terracería. Caminan con varillas y con palas, pero también con fe y con miedo, de encontrar… o no. Buscan a sus hijos, a sus hijas; a sus seres queridos que son más que una silla vacía. Y lo hacen sin descanso, sin garantías y sin justicia. Únicamente les acompaña la esperanza de localizar tan solo “un huesito” para despedir a quienes un mal día dejaron de ver. Pasa que cuando se arranca incluso la posibilidad del duelo, lo que queda es un dolor que no encuentra salida.
Frente a las declaraciones del oficialismo —que desestima y desacredita lo que organismos internacionales como la ONU han documentado con firmeza—, sólo queda la verdad que gritan las familias. Porque sí existe la desaparición forzada en México. Las víctimas no se pueden enterrar en el olvido; ni la verdad morir con ellas.
El duelo que no cesa
Las redes sociales, que antes eran espacios de encuentro, hoy son vitrinas de la realidad lacerante del país: inundadas de afiches de búsqueda; de nombres que no encuentran eco; de historias que, en el mayor de los casos, terminan con un texto sobrepuesto que anuncia “localizado/a sin vida”; la felicidad es efímera, porque los reencuentros son mínimos. Y lo más devastador es que ya no sorprende. Ver anuncios de personas extraviadas se ha vuelto parte del paisaje cotidiano y digital de esta nación fragmentada.
La pérdida es constante. El luto, costumbre. La ansiedad, el insomnio y el agotamiento emocional se vuelven enfermedad colectiva. En este país, sobrevivir lo es en todas sus letras.
Migrar, como alternativa de supervivencia
Y en medio de ese panorama, migrar no es elección. Es necesidad. No por aventura ni ambición, sino por miedo, por hambre, por desesperación. Es que quedarse es exponerse a lo peor. Porque vivir así ya no es vida.
¿Y a qué se aferra alguien a quien le arrebatan los sueños y las oportunidades?
Los negocios cierran uno a uno. No por bancarrota, sino por extorsión y amenazas. La inseguridad ha asfixiado la economía, silenciado proyectos, desplazado aspiraciones. Cuando ya no hay trabajo, ni paz, ni certeza, la gente se va. Porque no hay alternativa.
Contra el olvido
Mientras tanto, el oficialismo permanece ciego y sordo. Ridiculiza a las víctimas; desacredita a las madres buscadoras; minimiza lo evidente; e intenta, una y otra vez, ocultar lo obvio… pero resulta en vano; no se puede tapar el sol con un dedo. Ahora, la verdad grita desde las fosas, y son las incómodas las que más retumban, esas que no aparecen en las estadísticas, al ser clandestinas.
Aun así, hay quienes resisten. Quienes siguen buscando. Quienes todavía apuestan por la memoria, por la verdad, por la justicia y la dignidad. Todo es resiliencia, en sus distintas formas. Mientras que la paz se ha convertido en una asignatura pendiente, al no tener cabida en la agenda gubernamental.
Hoy, escribir esto no es un acto literario. Es un acto de necesidad; de catarsis. Porque ante la oscuridad, a veces lo único que queda es encender una chispa de verdad.
Hablar sigue siendo necesario. Contarlo, aunque duela. Escribirlo, aunque arda.
Porque cada palabra que se pronuncia es un acto de resistencia contra el olvido. Y si ese fuego se comparte, entonces quizá, poco a poco, podamos volver a imaginar nuevamente con un país que no es ajeno al que conocimos y en el que crecimos. En el actual, la ingobernabilidad trunca la posibilidad de visualizar un futuro próspero; un futuro en él.
Si este texto resonó contigo, compártelo.
Que la palabra circule, que el dolor se nombre y que la esperanza se mantenga viva.
Contacto: malacontando@gmail.com